domingo, 20 de septiembre de 2015

De mercados y frascos colgantes



Mercado de Colón, mañana soleada de domingo a finales de septiembre. Estoy aquí como podría estar en cualquier otra parte, el azar y el Facebook han propiciado que venga hasta aquí para escuchar el concierto gratuito de la banda de música de Benimàmet. Justo cuando llego están tocando “Libre”, de Nino Bravo,  se me escapa una sonrisa. Ya me estoy arrepintiendo de haberme puesto estos vaqueros, esta camiseta y este pañuelo rosa, escogido para alegrar mi mortecino rostro y reivindicar mi feminidad. Lidiar con este atuendo, las pesadas bicicletas que nuestro joven ayuntamiento promociona con tanto ahínco y  los veintisiete grados de temperatura a pleno sol ha resultado más duro de lo previsto. Además de escoger la ruta más larga, claro. Aprovecho para reclamar una red de bicicarril en condiciones.  Llego exhausta y empapada, pero satisfecha con mi hazaña.

La banda finaliza su concierto con el himno a Valencia y un montón de señoras con pelos enlacados, chaquetas elegantes y abanicos en mano lo cantan en pie en primera fila, están tan serias y circunspectas que más pareciera un velatorio que un acto lúdico. Me resulta bastante cómica la estampa, teniendo en cuenta que alrededor abundan los grupos de extranjeros angloparlantes que toman cerveza en las múltiples terrazas, totalmente ajenos a este momento patriótico.


Me siento en una de ellas,  atraída por su extraña decoración, compuesta por una hilera de frascos de cristal colgantes que  delimitan el local. Contienen en su interior una especie de ramas secas que no alcanzo a distinguir. Elijo la mesa más pequeña, en un lateral, y espero a ser atendida. Tan sólo hay una camarera, de pelo azabache y gruesos labios pintados de rojo. No recuerdo donde leí que en tiempos de crisis aumentan las ventas de pintalabios de este color. Yo también llevo los labios pintados. Viste uniforme negro de manga corta, sus brazos están cubiertos de tatuajes de colores y luce un piercing en su nariz. Habla con los clientes de la mesa frente a la mía, una pareja de ancianos que rebosan esa altivez propia de las clases conservadoras. Les cuenta que tiene un hijo de quince años que juega al fútbol en uno de los clubs más importantes de la ciudad, sueña con que a su cachorro un día lo fiche un gran equipo, gane mucho dinero y les saque de las estrecheces. “Hola, cariño, ¿qué te pongo?”, me dice. En la distancia corta intuyo, tras su aspecto duro, un alma sufriente, una soledad no deseada.


Quizá sea mi propia sensación de soledad la que rebote en la imagen de la camarera de pelo azabache y brazos tatuados. Años atrás hubiera querido llevar su look, pero jamás me atreví. Como tantas otras cosas. Ahora ya es tarde, y no lo digo con lamentos, sino con el convencimiento de que esa etapa de mi vida pasó.  En la actualidad me gusta vestir de forma que me sienta cómoda y segura, que revele mi autenticidad de ser y que exprese esa nueva energía que vengo forjando desde hace algo más de un año, a sangre y fuego.

Reinventarse. Reconstruirse. Reconocerse. Decidí que era el momento de preguntarme qué estaba haciendo con mi vida y qué esperaba de ella. Y me visualicé viejita , frustrada  y demente por no haber cumplido mi sueño. Así que tracé una línea entre el antes y el a partir de ahora y la pinté con entusiasmo y amor. Y en esta noble tarea de perseguir sueños no hay caminos trazados, sino que voy marcando el sendero con cada paso que doy. La comodidad y la felicidad son una pareja imposible.

Así que estoy lejos de la orilla, lo que dejo atrás, atrás queda, y ante mí un espacio tan grande como inquietante. Tengo insomnio y una acritud verbal que vomito descontrolada sobre la persona que amo. Por impotencia y miedo, sí, todo este paisaje también asoma en el camino de baldosas amarillas. Por eso he hecho este paréntesis, para sacudirme el polvo, respirar y reemprender la marcha. Porque sólo hay una dirección, y es hacia adelante.

Pago mi consumición a la camarera de pelo azabache y brazos tatuados y me acerco al puesto de flores situado a la salida del recinto. Señalo las rosas y pido que me preparen una bien bonita. Es para regalo, digo. Alguien va a sonreír cuando llegue a casa y la vea, y su luz será mi luz.

Subo de nuevo a la bici e inicio el retorno.